Cuando se produjo el golpe de Estado en septiembre de 1923, España estaba sumida en una grave y prolongada crisis política ocasionada por el desgaste de un régimen basado en una democracia deficiente, con gobiernos inestables e incapaces de dar respuesta a los problemas sociales y económicos que llevaban años produciéndose por la industrialización, la consolidación de movimientos obreros bien organizados y, sobre todo, los desequilibrios crecientes entre las capas sociales y entre los ámbitos urbano y rústico.
En los últimos años se había agudizado además la conflictividad social debido al malestar por la guerra en Marruecos y, en algunos territorios como Cataluña, por el separatismo y el enfrentamiento entre patronos y sindicalistas.
Entre los militares de alta graduación existía una gran inquietud porque no se consideraban suficientemente apoyados por los gobernantes, a los que acusaban de indecisión en el conflicto marroquí, nula respuesta a sus peticiones de modernizar y rearmar el ejército, y de cargar exclusivamente sobre ellos las responsabilidades derivadas por el desastre de Annual.
En medio de este ambiente de agitación y zozobra, el jefe del Estado, el rey-soldado como le gustaba llamarse, prefería relacionarse más con los militares que con los políticos y se sentía tentado, según repetía en público y en privado con despreocupada ligereza, de propiciar una suspensión temporal de la Constitución para formar un gobierno militar.
Primo de Rivera.
Conspirar a la luz del día
Durante los meses de junio y julio de 1923, el capitán general de Cataluña fue llamado a Madrid para ser amonestado por manifestar su discrepancia con el Gobierno liberal, pero no fue separado del cargo temporalmente y mucho menos destituido. Lejos de amilanarse, Miguel Primo de Rivera aprovechó para llevar a cabo diversas reuniones conspirativas, además de las oficiales que mantuvo con el ministro de la Guerra. «En los dos últimos viajes a Madrid, uno solicitado por mí y otro llamado por el Gobierno, empecé a conspirar, pero a la luz del día y con poca reserva», escribiría unos años después.
El cuadrilátero
Primo sufrió varios reveses de generales importantes, como Aguilera y Weyler, que se negaron a apoyar sus planes conspiradores, pero tuvo mejor suerte con un grupo de los que servían en la guarnición madrileña: el duque de Tetuán, gobernador militar de Madrid; el marqués de Cavalcanti, general de división de Caballería; Federico Berenguer, Leopoldo Saro y Antonio Dabán, generales de brigada de Infantería. Todos eran monárquicos. Los cuatro últimos, conocidos más tarde como el Cuadrilátero, acordaron dar cuenta de sus intenciones al rey.
Gaceta de Madrid.
En agosto, conversando con Alfonso XIII, Cavalcanti le dijo que la política nacional iba de tal modo que se imponía dar un golpe militar y hacer una dictadura que impidiese una catástrofe en España. Sin darle ni quitarle la razón, el monarca le pidió que cuando en tal sentido se hiciese algo se lo comunicasen.
Un siglo del golpe de Estado.
El mismo día, 3 de septiembre, en que se resolvía la última crisis gubernamental con el nombramiento de tres nuevos ministros, el rey recibió por la tarde en el Palacio Real a dos de los miembros del Cuadrilátero, los generales Cavalcanti y Saro. Según reconocería el propio Alfonso XIII más tarde, en aquella entrevista se habló de la eventualidad de un cambio político por procedimientos no constitucionales, recomendando él a los militares que procurasen no cometer locuras y que mantuviesen esa reunión estrictamente confidencial.
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Los rumores de una próxima acuartelada venían reflejándose en la prensa desde hacía semanas e incluso meses, incitados en buena medida por los discursos que había pronunciado Alfonso XIII arremetiendo contra su propio Gobierno y el sistema parlamentario, aludiendo de una manera ambigua a la conveniencia de que se proclamase, con carácter excepcional y temporal, un Gobierno militar que sirviera para corregir el sistema político del país.
El libro de Gerardo Muñoz Lorente.
Como prueba de que los rumores eran vox pópuli, ocho años más tarde, en sede parlamentaria, el más joven de los del Cuadrilátero, el general Leopoldo Saro Marín, contaría la siguiente anécdota: «Los ministros conocían cuanto se proyectaba, ya que lo sabían muchas personas, al extremo de que públicamente se daban bromas sobre ello y se hacían preguntas en calles y casinos, que algunas noches antes en el Stadium cenábamos los generales Cavalcanti, Dabán, Berenguer y el declarante y se acercó algún ministro a nuestra mesa y nos dijo: “¿Qué hacen los generales conspiradores?”, cosa que como broma no tiene nada de particular, pero que en aquel momento significaba mucho».
Los días 5 y 7 de septiembre Primo se reunió en Madrid con los generales del Cuadrilátero en la casa de Cavalcanti, situada en el número 41 de la calle Tutor, para acordar los últimos detalles del golpe.
De regreso a Barcelona, Primo se reunió en la estación de Zaragoza con el general Sanjurjo, gobernador militar de esta provincia, quien le confirmó su apoyo.
El golpe
Cuando se produjo la sublevación militar en la madrugada del 13 de septiembre, encabezada por Primo de Rivera en Barcelona y secundada por los generales del Cuadrilátero en Madrid y por el general Sanjurjo en Zaragoza, justificándose con un manifiesto en el que se reprendía a los políticos y se hacía un repaso de todos los males del país, pero sin apuntar propuestas concretas, el Gobierno de concentración liberal no supo comportarse con resolución. A pesar de que algunos ministros eran partidarios de enfrentarse a los rebeldes, el presidente y los que eran militares mantuvieron una actitud pasiva, como el resto del Ejército, a la espera de que decidiese el monarca.
Nadie se manifestó abiertamente en defensa del Gobierno, ni siquiera la prensa que se opuso al golpe de Estado. No se produjeron protestas en las calles porque la ciudadanía en general era indiferente a lo que estaba ocurriendo, no sentía simpatía por los gobernantes ni por los políticos en general, y porque las organizaciones izquierdistas, políticas y sindicales, no tenían fuerza suficiente para enfrentarse a los golpistas. Solo la CNT convocó una huelga general que fracasó.
La toma de poder
Tampoco el rey apoyó al Gobierno constitucional. Desestimó la propuesta que le hizo de convocar las Cortes y destituir a los generales rebeldes. Prefirió recomendar la dimisión del Gobierno legítimo y darles el poder a los sublevados. En la noche del 14 de septiembre, llamó a Primo para que formara gobierno.
Aquella noche, en la estación barcelonesa, una multitud entre la que había dirigentes de la Lliga Regionalista encabezados por el arquitecto Josep Puig i Cadafalch, presidente de la Mancomunidad de Cataluña, representantes de la patronal y del Somatén, despidió con entusiasmo a Primo de Rivera en su partida triunfante hacia la capital de España. Se oyeron gritos que decían: «Si ho fas bé, no hi haurà separatisme (Si lo haces bien, no habrá separatismo)».
Durante el viaje en tren hacia Madrid, Primo abandonó la idea acordada con sus compañeros conspiradores de un gobierno civil con tutela militar y decidió erigirse en dictador, saliéndose de la Constitución.
Eligió a Pedro Pujol, corresponsal en Barcelona del diario ABC que le acompañaba en el tren, para entregarle el escrito que redactó explicando sus ideas a manera de entrevista. Fue probablemente la primera de sus célebres notas oficiosas, que saldría publicada en el periódico madrileño al día siguiente en forma de interviú. «Su majestad, al hablarme por teléfono, me habló de formar Gobierno. Pero yo insistiré en nuestro primer propósito, que es el de constituir un Directorio general inspector». Este planteamiento cambiaba sustancialmente los propósitos originales que compartía con los generales del Cuadrilátero, quienes esperaban la formación de un gobierno de civiles, aunque tutelado por militares. «Es evidente que este Directorio, en su actuación y en su estructura, tendrá que rozar y hasta saltar por encima de la Constitución», advertía Primo.
Durante la entrevista que Alfonso XIII y Primo mantuvieron aquella mañana del 15 de septiembre en el Palacio Real, este expuso su pretensión de nombrar un Directorio militar de corta duración que le permitiría volver al régimen constitucional después de hacer la limpieza política necesaria, pero que no juraría el cargo de presidente. Repuso el monarca que era imprescindible el juramento para cumplir con la Constitución y evitar que la Corona fuese responsable directa de la acción gubernativa. Al cabo de una hora, el monarca y Primo de Rivera llegaron a un acuerdo intermedio: este juraría como presidente y ministro universal de un Directorio militar (cuyos demás miembros serían simples asesores en la práctica) ante el ministro de Justicia cesado, cumpliendo así con el requisito constitucional.
Primo fijó su residencia y despacho oficial en el palacio de Buenavista, sede del Ministerio de la Guerra, en la plaza de Cibeles. Con él vivió su hijo Miguel. El resto de su familia habitó en una casa alquilada a la duquesa de Nájera, en la calle Los Madrazo, nº 26.
Juró su cargo de ministro y presidente del Directorio militar ante el conde López Muñoz, ministro de Justicia del gobierno saliente, y en presencia del monarca, a las ocho de la tarde en el Palacio Real.
En el real decreto que firmó Alfonso XIII esa tarde y que salió publicado en la Gaceta de Madrid del día siguiente, desaparecía el Poder Legislativo parlamentario, pues colegislarían en adelante el dictador y la Corona. Junto a este real decreto se promulgaron otros dos, declarando disueltos el Congreso y la parte electiva del Senado, y suspendiendo algunas garantías constitucionales.
Consecuencias de la dictadura
En enero de 1930, Alfonso XIII acabó borbonizando a Miguel Primo de Rivera (que falleció en París dos meses más tarde), sustituyéndole por otro general, Dámaso Berenguer. Pero la monarquía estaba tan desprestigiada que quince meses después de la dimisión del dictador, se proclamó la Segunda República.
Al no haber sabido sustituir con un Estado nuevo los fundamentos del régimen de la Restauración que destruyó, Primo de Rivera dejó tras de sí un vacío de poder que favoreció el resurgir, con más virulencia aún, de los problemas que habían quedado latentes durante los 2.329 días que duró su mandato.
La mayoría de los historiadores han calificado la dictadura primorriverista como un paréntesis casi vacío de la historia de España, pero no es así. Primo consiguió una relativa modernización del país, cierto avance social y económico, a cambio de restringir gravemente las libertades de los españoles desdeñando el ordenamiento jurídico, pero fueron las clases más poderosas las primeras en oponerse frontalmente a las intenciones del dictador de imponer un régimen fiscal más justo y un ritmo de mejora social más determinante. Puede decirse que la revolución desde arriba que pretendía llevar a cabo Primo se encontró muy pronto con obstáculos obstinados e insalvables levantados por la capa más alta de la pirámide socioeconómica del país. El intervencionismo del Gobierno en la empresa privada fue recibido como una intolerable e inaudita intromisión de la Administración en la esfera particular de los negocios. La subida de impuestos para financiar proyectos sociales fue rechazada por quienes habían apoyado jubilosamente el golpe de Estado y, aunque no se revolvieron contra el Gobierno de Primo con un plan ofensivo, se apartaron de él y se mantuvieron en una postura indiferente, cuando no hostil.
En cuanto al contenido ideológico, la dictadura primorriverista nunca pretendió semejarse al fascismo, pese a que se alabara retóricamente el régimen de Mussolini. Aun así, la posterior y larga dictadura franquista aprendió mucho de la primorriverista, aunque fuese sobre todo de sus errores, por lo que puede considerársela como un ensayo fallido e incruento del régimen autoritario que ansiaba una parte de la derecha española.